III
El barón Yarnak sonrió un instante. Sonreía como el que conoce la respuesta al enigma que acaba de proponer.
El pasado nos habla. Si sabes escuchar habla con fuerza y claridad. La mayoría prefiere ignorarlo: los simples apenas se preocupan del mañana anegados como están en el hoy, sacando la cabeza para coger otra bocanada de aire.
Y sin embargo el pasado es generoso. Insiste en compartir sus secretos para ayudarnos a reconquistar glorias perdidas, nos avisa para no repetir errores. Sólo algunos viejos valoran esas señales. Sólo unos pocos leen los vestigios como un texto.
El anciano volvió a concentrarse en las tablillas sobre la mesa. Esas incisiones apenas visibles podrían confundirse con geometrías decorativas o incluso golpes fortuitos. Pero el barón sabía que eran palabras.
Yarnak Uldh´re conocía como nadie la escritura de los primeros relicarios. Pero aún para él, con toda su erudición, el texto no era completamente descifrable. Esa lengua (joven, balbuceante, pobre en recursos; plagada de variantes e incorrecciones, coloquialismos y extranjerismos; desfigurada por copistas distraídos; acrónimos perezosos y caprichosos) era un carro lento, poco estable, que se desmaneaba fácilmente y se conducía con dificultad.
Con un fervor difícil de entender no había dejado de leer ni un solo texto: impuestos, listados de bienes, declaraciones judiciales, últimas voluntades, poemas. Buscaba errores comunes en ciertas geografías; hallaba nuevas raíces; detectaba vicios y malas interpretaciones comunes entre diferentes copistas de un viejo siglo. Había invertido toda una vida en dar sentido a aquellas tímidas hendiduras en arcilla, cera o piedra blanda.
Y aún y con todo, aquellas tablillas que descansaban sobre su escritorio se guardaban buena parte de sus secretos, no le confiaban toda su verdad. Faltaba algún matiz; quizá un material, una fecha, una estrella… algo que no se hubiera referido en algún otro de los textos estudiados. Tres palabras…
Sólo tres palabras… y el niño. Debía recuperarlo antes de la luna llena o todo el esfuerzo habría sido en balde. Apretó los puños con fuerza por debajo de la cintura. ¡No esperaría otro año! Colocó un paño sobre las tablillas y se levantó de la silla arrastrando las patas, crispado, mordiéndose el labio inferior y frunciendo el ceño.
– Siburei, desvergonzado vago redomado -bramó-, haz pasar al burgomaestre a la biblioteca. ¡He de recibirlo ahí de inmediato!
* * *
Dabiel Sor no solía ser el que aguarda para ser atendido. El burgomaestre era un hombre rechoncho, no muy alto, fuerte; impecablemente afeitado. Sus rizos rubios caían sobre una toga costosísima, tocados en la testa por la tiara de plata y rubíes propia de su cargo.
Miraba distraído una esquina de la sala donde le habían indicado que debía aguardar. El robusto banco de madera oscura pudiera presagiar las largas esperas a las que el viejo barón obligaba. Fuera – podía verlos por la ventana – su guardia personal esperaba bajo un sol abrasador.
– El barón lo recibirá ahora, excelencia –. El hombrecillo que sujetaba la puerta con los ojos clavados respetuosamente en el suelo, sonreía tímido; bien por cortesía, bien por picardía.
Dabiel prácticamente lo arrolló con su paso firme y marcado, cómicamente marcial, y se dirigió a las escaleras sin esperar a que el esclavo le indicara la dirección. Llevaba la mano que no apoyaba en la barandilla recogida en un puño tras la espalda y aquel hombrecillo, un esclavo vestido con telas que muchos comerciantes no podrían permitirse, fijó en esa mano la mirada por miedo a que el burgomaestre se girara y sus miradas se cruzasen, cosa que estaba prohibida. Hizo un esfuerzo final para adelantar al dignatario y poder abrirle la pesada puerta de cedro repujado.
– Su señoría el Burgomaestre Sor de Molnij ´Yah hace su entrada, Excelencia.
Uldh´re estaba en el centro de la sala. No necesitaba parapetarse tras el escritorio de mármol y alabastro, ni resguardarse detrás de aquella otra mesa maciza de pesado roble centenario. Era el barón un hombre poco ceremonioso, lo que agradaba al burgomaestre. Pero ahí terminaba la complicidad.
– Querido amigo – dijo el anciano-, tenemos un grave problema y lo mandé llamar para cerciorarme de que la ciudad dedica todos los recursos disponibles.
– Buenas tardes, barón – dijo el burgomaestre sin dar importancia a la falta de modales de su interlocutor-. Hacemos cuanto está en nuestras manos. Hemos destinado la mitad de la Guardia y hemos dado empleo a más de siete compañías libres. Hemos inspeccionado cada carreta que sale por las puertas, recorrido cada palmo de cloaca, abierto las puertas de todos los comercios.
– Y sus sabuesos hambrientos no han encontrado nada. Nada en tres días. Tres jornadas de fracaso.
– Si su excelencia nos hubiera avisado nada más conocerse el delito…
– ¡No sea insolente! No olvide lo que represento aquí ni quién es usted.
El burgomaestre dio un paso al frente, erguido un poco de más con esa impostura de lo militar tan suya. Miraba fijamente al barón y su voz era clara y fuerte.
– Poco o nada tengo que ver con sus camarillas de intrigantes y sus juegos de poder –. Dio un paso hacia atrás sin inmutar el gesto, levantó levemente la mano a la altura del pecho destacando el dedo índice-. Gobierno la ciudad tan bien como me dejan quienes, como usted, se sienten por encima de la Ley de la Corona. Si duda de mi interés por salvar a su ahijado no alcanzo a comprender por qué no habla con sus influyentes amigos para que se me destituya de inmediato y se ocupe mi asiento con el culo de algún pelele de esos que a veces arrojan sus excelencias a la muchedumbre para que lo linchen como perros hambrientos.
El barón iba a decir algo, pero Sor no le dio opción:
– Déjeme retirarme para proseguir con mi trabajo y seguir con la búsqueda. Tiene mi palabra, la palabra de un hombre recto y decente, de que no dejaré una piedra por levantar hasta dar con él. ¡Mi palabra!
Con un giro más teatral y afectado de lo que hubiera deseado, dio la espalada al anciano y abandonó la estancia sin esperar réplica alguna. Le temblaban las piernas. Estaba sudando y necesitaba un trago más que nunca en su vida. Detrás de él, el barón se atusaba el bigote sonriendo. Como si todo se hubiera desarrollado exactamente como necesitaba.