IV

Con Nilay noqueado, Surix salió por la ventana. Podía haberle quitado las llaves pero no quería ni tocar a aquel cerdo seboso.

Había cogido una manta vieja y se la había colocado a modo de capa tras hacer un corte; una cuerda gruesa le servía de cinturón. Esta vestimenta no llamaba demasiado la atención en estas calles malolientes atestadas de gente: comerciantes vendiendo aceite, ladrones vendiendo joyas, jóvenes vendiendo sus cuerpos; había borrachos apoyados contra los muros de los tugurios y gallinas y gatos campaban a sus anchas. La única luz que iluminaba el barrio Marrón se escapaba de entre los portones de las ventanas de aquellas casas bajas de barro seco y caña caprichosamente decoradas con un travesaño de madera aquí o allá. Las ropas de aquel niño del Distrito Verde, aún hecha jirones, llamarían demasiado la atención. Surix debía salir cuanto antes. Sabía que su tío, el barón Yarnak, tenía muchos enemigos y no le convenía ser reconocido.

Nadie se fijaba en aquel niño que avanzaba sorteando a los noctámbulos de la ciudad con la mirada fija en el suelo, corriendo deprisa, sin prestar a tención a los tratos ni las bravuconadas de los buscavidas que lo rodeaban. Cogió una especie de capucha de tela que alguien había olvidado sobre un carro para ocultar aún más su rostro. Entonces la música y las risas:

La suave caricia.

Hasta un niño conocía la reputación de ese antro infame. En el barrio Marrón casi no había esclavos, los pobres no podían permitírselos. Sin embargo, muchos entraban libres en las casas de juego y los burdeles y, entre sus muros, acababan como esclavos. La mayor parte de los que limpiaban las letrinas de las casas nobles perdían su libertad por la mala suerte con los dados o por sus vicios irrefrenables. Surix había oído historias. La suave caricia era un local de mala muerte donde uno podría entrar sin que nadie le prestara atención. Putas y putos baratos y sin mucho conocimiento de la vida de la alta sociedad. Un edificio de cuatro plantas bien construido y bien cuidado con una caballeriza donde destacaban carros lujosos cuyos propietarios, sin duda, no residían en este barrio maloliente y ruidoso. Aquí podría encontrar a algún conocido de su tío que lo llevaría al Distrito Verde. Pero había un matón en la puerta.

– ¿A dónde crees que vas, ladronzuelo? – El gigante era tan ancho como el paso de la puerta. Dejaba descansar la mano en el mango de la espalda que colgaba de su cinturón, flanqueando la breve tela que cubría su hombría. Parecía sonreír sinceramente sobre aquella abultada panza. – Sabéis bien que no podéis entrar.

– Eh, es una emergencia – dijo Surix.

– Sí, claro. Largo o tendré que darte unos azotes. Ya sabéis cuánto me gusta. – La risotada desaparecía mientras el niño se alejaba por uno de los callejones.

Tenía que entrar. No duraría mucho vagabundeando por aquellas calles sucias que parecían discurrir al azar y que en seguida te sorprendían con un callejón sin salida.

* * *

Ilymira estaba aferrada a la sábana que había atado a la pata de la cama. Le sangraba el labio y apenas podía ver con el ojo izquierdo, muy hinchado. Aquel hijo de puta le había dado bien. Se mordió el labio. Ella también le había dado bien. Con la música del piso de abajo Sirmojo no la había oído. Pero matar a un cliente… iba a tener problemas. Mejor huir. Más fácil de decir que de hacer. Ahora estaba ahí, casi desnuda pendiendo de una sábana que terminaría por romperse, expuesta a que la viera cualquiera que pasara por el callejón.

* * *

Surix dio la vuelta a la esquina del burdel. Ni una sola ventana hasta el segundo piso. Entonces la vio. Una sombra difuminada contra la luz de aquella luna rojiza y exigua; agarrada a una tela una chica bajaba por la pared. Como él, huía. Pero ella quería salir y él entrar. Surix sonrió ante la oportunidad. La sábana, ahora veía de qué se trataba, quedaba corta: aún le faltaban tres o cuatro metros hasta el suelo. Estaba claro que la joven dudaba.

– Salta tranquila, yo te cojo. – Aquel niño pequeño de poco más de ocho años tenía tanto miedo de resultar herido como la mujer que lo miraba con cara de sorpresa pero pensó que si la ayudaba a salir ella le ayudaría a entrar, quizá haciendo de escalera humana para que alcanzara la misma sábana que acababa de utilizar para huir.

* * *

Ilymira cerró los ojos. Una voz desde abajo la animaba a saltar. Afortunadamente no era aquel gordo que guardaba la entrada principal. Un tipo le decía que iba a coger la en brazo. Espera. ¿Un niño? Esa era toda la ayuda que tenía ahora mismo, suspendida de una sábana que estaba por romperse. Un niño que quería jugar a los caballeros. La tela crujió sobre su cabeza. Se mordió el labio: sabía a sangre. El ojo morado palpitaba y ardía, en contraste con el viento frío y maloliente de la ciudad. Su larga melena oscura se enredaba en los brazos. Aún quedaba un buen trecho hasta el suelo. Joder. Un niño. Tenía la ayuda de un niño. “Voy”, dijo. Cerró los ojos y pidió ayuda al bondadoso Aumiter. Dicen que las zorras siempre caen de pie.

* * *

Ahí estaban. Entrelazados, una mujer a medio vestir sobre un niño harapiento, tirados en el viscoso suelo del barrio Marrón. Dolería algunos días pero el Buen Mensajero había sido en verdad bueno con ella: no parecía haber ningún hueso roto. El niño respiraba apresurado, seguramente tan sorprendido como lo estaba ella. También parecía estar bien; al menos no lloraba.

Alguien se asomó por una ventana del tercer piso.

– Furcia. Te arrancaré la piel. – Era una voz grave, claramente afectada por el alcohol.

– Vámonos. Nos damos a la fuga, pequeño – Ilymira sonreía. El niño no sabía muy bien por qué iba de la mano de aquella mujer, corriendo, en dirección contraria al burdel…

[continuará…]

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