V

Ilymira se miró en el trozo de espejo apoyado contra la pared, sobre la mesa. Se aplicó un ungüento en el labio y vendó el ojo con unas hojas de palma de greana para rebajar la hinchazón.

Su madre lloriqueaba, muda. No era muy mayor pero estaba marcada por la pena y el trabajo duro. La piel muy morena, el pelo seco, la piel cosida arañazos, pequeñas cicatrices y arrugas que correspondían a una mujer mucho mayor que ella. Estaba sentada con la espalda contra la pared, sobre la única cama de aquella vivienda de un solo cuarto. Las hojas de la ventana estaban cerradas pero aún se oía ruido de fuera. Sentado en la misma mesa que Ilymira, Surix comía una manzana con avidez. El olor del orinal bajo la cama casi quedaba contrarrestado por el incienso en el pebetero de barro. Aquella casucha era un palacio tras la zolle donde lo habían retenido el gordo y el flaco. Hacía mucho calor. El niño no sabía si era adecuado pedir otra pieza de fruta.

– Puedo conseguiros dinero. De verdad. Si me ayudáis a llegar al Distrito Verde mañana.

– Tranquilo, – Ilymira intentó esbozar una sonrisa con aquel labio partido- mañana podremos ir a donde quieras. De momento podemos dormir aquí los tres. Un poco apretados.

Un poco apretados era un eufemismo. Surix miró a su alrededor para distraerse de los sollozos de la madre. Las paredes aún conservaban pintadas, rayajos y manitas de cuando Ilymira era pequeña. El suelo era bastante irregular y había al menos tres tipos distintos de barro cocido como revestimiento pese a lo reducido del espacio. Los muros no tendrían más de dos dedos de grueso y no amortiguaban el ruido y seguramente apenas protegerían del frío en invierno.

Ilymira se reflejaba en el espejo pero tenía la mirada perdida: recordaba.

Recordaba cómo llegó a la ciudad siendo aún una niña. En un carromato robado para huir de la Inquisición. La abuela le había advertido: curar al viejo Lou les traería problemas. Pero lo hizo igualmente y los mismos vecinos denunciaron a la vieja bruja al ver a Lou andar por su propio pie. El pobre viejo sería aprehendido y ajusticiado a los propios días por haber recurrido a la magia.

Las tres salieron de noche. No dieron descanso a las mulas hasta que cayeron rendidas por la fatiga y entonces continuaron a pie. Por más de tres semanas sobrevivieron comiendo frutos y raíces. Entonces llegaron a Molnij ´Yah. Aquí podrían pasar desapercibidas. Cambiar de nombre y esconderse. Akia, su madre, encontró trabajo de camarera en La suave caricia pero se hizo puta a las pocas semanas porque las propinas del burdel no eran generosas para las camareras y tenía que ganar dinero para alimentar a las tres. Se sabía que huían de algo, pero en La caricia no preguntaban; les bastaba con que les dieras su parte tras cada mamada.

Ilymira apenas entendía la situación con sus diez años pero oía los comentarios de los vecinos. Perdió el respeto a su madre. ¡Como si hubiera podido elegir! Prófuga, sin más conocimiento que el del trabajo de la tierra y con una vieja coja y una niña a su cargo. Había sido muy injusta con su madre. Se había partido el pecho en la granja para que no faltaran ropa ni comida; había renunciado a su dignidad al poco de llegar a la ciudad para llenar los platos y arrendar aquel cuchitril. Y jamás les reprochó nada. No reprochó a su madre el cultivo de la magia ni a su hija que quisiera salvar a su amigo malherido. Nunca les pidió explicación alguna ni compensación. Nada. Dejó atrás su hogar – hace ya nueve años- sin una lágrima, sin mirar atrás. Hizo lo necesario para protejerlas. Jamás reprochó nada, no, pero casi enmudeció al empezar a vender su cuerpo: apenas les hablaba en casa, ni para contestar a las duras acusaciones de una hija que la llamaba ramera cada noche cuando regresaba a casa. Akia aguantó su condena, el castigo de su propia hija por haberlas salvado. Y nunca levantó la voz. Sólo callaba.

Al poco de cumplir trece años, la abuela murió. A los quince fue al burdel a buscar trabajo para enfurecer a su madre, para herirla, para recordarle que apenas sacaba ya unas monedas, avejentada, acartonada, marcada por aquella vida arrastrada. Ahora Ilmyra llevaría el dinero a la casa, cuidaría de su madre pese a que la misma Akia deseaba morir antes que verla sometida a aquellos hombres crueles y miserables. Esa era la venganza de la niña: someterse al mismo castigo para que la madre se sintiera también asqueada.

Pero Akia jamás sintió asco por su hija; sólo lástima, un dolor insondable por verla donde ella misma había estado. Y ahora Ilymira volvía  ponerlas en peligro.

Ilymira se levantó ahora y abrazó a su madre. La besó en la frente. “Perdóname, mamá”, dijo con menos que un susurro, llorando, “he sido la peor hija del mundo”.

– No hija, es que eres joven y no sabes – la madre intentaba detener la llantina –. Siempre he sabido que me querías. Sólo siento que hayas tenido que pasar por lo mismo que yo. No haberte podido dar mejor niñez y verte esclavizada en tu juventud, mi amor. – Se quebró su voz y apoyó la cabeza en el pecho de su hija buscando refugio.

Surix seguía ahí, callado. Con un nudo en el pecho. Aquella gente le había ofrecido lo que tenía sin conocerlo, sin saber quién era. Y se mostraban vulnerables ante él, justo como se le había enseñado que uno no debía comportarse. Y no les importaba nada en absoluto. Sabían que estaban en peligro, obligadas a huir de nuevo, correr hacia la incertidumbre pero les bastaba con saberse juntas, una junto a la otra para que el resto, todo el mal en el mundo, no fuera importante. Habían discutido mil veces, se habían hecho daño, pero no se habían abandonado. Eran una familia.

Surix jamás había recibido ningún cariño. Desde luego, su tío -uno de loso hombres más importantes de la ciudad- le había procurado todo tipo de comodidades, jamás lo trató mal, nunca le chilló y no permitió que nadie lo hiciera. Lo había educado bien, dándole responsabilidad y premios. Fue estricto pero nunca cruel o indolente y, sin embargo, nunca le dio un abrazo. Jamás en los ocho años que habían pasado juntos. Sin saber muy bien por qué, dejó la manzana y se dirigió hacia las dos mujeres y, llorando, las abrazó también. “Voy a ayudaros”, dijo, “no sé cómo pero voy a ayudaros”.

Y Akia, que acababa de conocerlo, que estaba viendo cómo su hija se lavaba la cara tras una paliza, aquella mujer desesperada, sabedora de que debía huir, que acaba de expresar a su hija por primera vez en la vida lo mucho que le dolía verla sufrir, aquella mujer que igual no tenía otra manzana que ofrecer, lo rodeó con su brazo, besó su frente y le dijo:

– Claro, mi niño. Todos nos ayudamos. Es lo que hace la buena gente, mi vida.

Y quedaron sin decir nada, abrazados los tres, unos largos minutos.

[continuará…]

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